El imaginario maquinista se presenta como una gran fuente de
referencias formales que puedan ser transferidas al objeto arquitectónico por
los arquitectos, de la misma manera que ha nutrido a otras artes visuales. El
motor (en cualquiera que sea sus variaciones) se convierte en uno de los
principales objetos maquinistas de seducción. Su perfeccionamiento estético a
partir del depurado continuo (preconizado por Le Corbusier en su fascinación
por la máquina) con partes claramente diferenciadas pero con un funcionamiento
global solidario, es lo que de cualquier ciudad podría requerirse. De esta
manera, proyectos como el “Centro de Congresos en Viena”, (1960) del japonés
Masato Shimazu, o las “Transplation I,
Linear Cities” (1964) y “Transplation
II, Space Cities” (1967) del austríaco Raimund Abraham, generan visiones
futurísticas de maquinas reales con su escala aumentada, convertidas en
ciudades compactas. Pistones convertidos en rascacielos interconectados o
cilindros como núcleos de comunicación, reivindican la posibilidad de un
funcionamiento perfecto de la ciudad, de un tamaño concreto y controlable, de
una compacidad que libere grandes cantidades de terreno, la necesidad de una
ciudad-máquina.
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